Juan Antonio
Carrera Muñoz
A primera vista la exposición de
Lara Almarcegui, Por debajo, parece
tratar de sumergir al espectador en una atmósfera de culto, de oración ante un
difunto. Una máquina acaba con una antigua vivienda y genera una suerte de
túmulo que permanece en el terreno como un elemento más en el jardín de otra
construcción futura en el mismo solar. La muerte de lo que fue una vivienda
familiar, que permanecerá en el recuerdo como un ente de fascinación y de morbo
ante la capacidad destructiva, ya sea del tiempo o del propio ser humano, que
ya definió Nietzsche como “lo Dionisiaco” y que retomaría Riegl para definir la
fascinación por la conservación de los monumentos en ruinas como un producto
morboso de la necesidad del ser humano de ver como las civilizaciones pasadas
van pereciendo.
Ahora bien, tenemos otra obra que
bajo esta perspectiva resulta totalmente inconexa con la proyección
audiovisual. La relación con Rocas de la isla de Spitsbergen hay que buscarla en la capacidad de modificación del
entorno que tiene el ser humano, ya sea en una prospección minera o en un
barrio periférico. En un contexto de crisis económica como es el actual, puede
parecer que estamos ante la enésima critica a la voracidad del capitalismo,
encarnado esta vez en el fantasma de la burbuja inmobiliaria. Sin embargo, no
es esta la crisis que le interesa a Lara. Su interés viene dado por la propia
crisis que sufre la disciplina arquitectónica y urbanística, con las que ella
misma declara que tiene una relación de amor-odio y que no es más que un mal
que podemos remontar a los inicios del siglo XIX, al debate ingeniero contra
arquitecto, la artesanía contra la producción industrial… Este debate es más
actual que nunca. En su versión siglo XXI, en el que gigantescas construcciones
aparecen vacías, sin vida, como enormes alardes de técnica y composición,
debemos preguntarnos si de verdad son necesarias o si, por el contrario, son
respuestas a los deseos megalómanos de un líder ebrio de poder. Si en aquel
momento, el debate se centraba en los cambios que la industrialización estaba
produciendo en la sociedad, en la pérdida de valores tradicionales para unos y
el progreso para otros, lo que tenemos que analizar ahora es si todas las
proezas formales que permiten los nuevos materiales y avanzadas técnicas tienen
un fin o son puro espectáculo. Si uno presta atención a la proyección de Lara
la respuesta emerge de ese mismo túmulo recuerdo de lo que un día fue aquella
vivienda. El material pobre y la construcción obsoleta son derruidos por la
máquina de la misma forma que el “arts&crafts” fue superado por los
movimientos arquitectónicos de vanguardia y, en última instancia, por el mal
denominado “Estilo Internacional”. La respuesta es volver a producir ese giro,
enterrando aquello puramente especulativo.
Es necesaria una última
advertencia que la obra de Lara no realiza. Se debe volver a estos arquitectos
y pensadores pero no a sus formas, al menos no como una mera copia. Lo que
realmente les hizo grandes fue el cambio de concepción de la arquitectura, la voluntad de dar solución a unos problemas dados, su adaptación a la finalidad que
iba a cumplir, la reafirmación de los valores arquitectónicos como principios
estéticos válidos, la utilización de las posibilidades industriales para llegar
a una mayor parte de la población (pero no a costa de especular con el
edificio)… En definitiva, la subordinación a las necesidades sociales y la
“escala humana” de las obras puesto que la arquitectura (y el urbanismo) en
palabras de Le Corbusier “es un magistral y preciso juego de volúmenes bajo la
luz”, un juego destinado a que el hombre adapte el entorno a sus necesidades.
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