Juan
Antonio Carrera Muñoz
Resulta evidente, cuando uno
visita la exposición de Txomin Badiola, que nos encontramos ante un análisis de
los procesos del sistema capitalista. Ahora bien, ese análisis no se
materializa de una forma tan evidente como cabría esperar. A raíz del nombre de
las obras, Entelequia, y del aspecto formal de las
mismas uno puede intuir de donde viene ese título de Capitalismo Anal.
No se trata de otra cosa que de la vorágine en la que el sistema económico
mundial se ha convertido. El resultado es una imparable máquina de engullir, un
proceso digestivo constante en el que el alimento devorado son las propias
criaturas engendradas previamente y la razón de ser no es otra que generar
nuevas criaturas que puedan consumirse en un ciclo sin fin. Una entelequia del
más alto nivel, con un gran sentido escatológico, en referencia a esa capacidad
para alimentarse de los propios desperdicios, que esconde más significados.
Menos evidente es como lo escatológico también hace referencia a un concepto
religioso sobre la naturaleza del más allá. Si tomamos ese concepto y leemos
los textos del panfleto, encontramos la definición del capitalismo como
religión, un credo que se sigue a pies puntillas sin ningún tipo de
cuestionamiento del mismo, pues las normas vienen impuestas por un ser
superior.
Ahora bien, una entelequia
también puede ser algo irreal, aquello que no puede existir en la realidad (sea
la realidad lo que sea). Aquí es donde radica lo inabarcable de la obra de
Badiola ya que las posibilidades que el mismo propuso en un su experimento en el
MUSAC se ven desbordadas. En aquella intervención multitudinaria se proponían
dos planos, el de la “expresión” de carácter individual y el del “contenido” de
carácter colectivo, que ahora resultan insuficientes. La unión de esa suerte de
valla publicitaria heredera de aquella experiencia, que además es un mecanismo
más del proceso digestivo que ya podemos calificar de neurótico, con las nuevas
creaciones que pueden partir incluso de la naturaleza muerta cubista
materializada en el collage, irradia cierta sensación de extrañeza. No puedo
sino recurrir a Roland Barthes y su texto La cámara lúcida (1980)
para referirme a esto como “punctum”. Lo que Badiola trata de hacer en es poner
cordura en este sistema a partir de la deconstrucción del mismo basándose en la
semiótica. En esos desperdicios que forman un aparente caos, una mezcla de
materiales y texturas diversas, aparecen unas inscripciones perforadas en las
piezas metálicas, mientras que en la pieza central se escuchan unas
grabaciones. En principio se trata de mensajes claros basados en signos
fácilmente reconocibles, sin embargo, los mensajes no aparecen en orden lógico,
ni en formato habitual. Son perforaciones en la plancha metálica que nos
remiten de nuevo a Barthes, pero también a Boris Groys: “un signo designa a
algo y remite a algo, pero también esconde algo”. Esas perforaciones parecen un
intento de revelar lo escondido en el signo, de abrir un camino a la
revelación. Sin embargo, no hay nada más lejos de la realidad ya que el único
camino que abre es el de una neurosis obsesiva.
Neurosis que como en aquel
sistema capitalista que se alimentaba de sus propias heces, nunca va a terminar
del todo puesto que cada nueva capa de significado solo provocará la creación
de muchas más. Aquí radica lo maravilloso de Capitalismo Anal,
a partir de una reflexión sobre el sistema capitalista se plantea una sobre la
naturaleza de la obra artística. No es una crítica al sistema económico, al
menos no solo eso, es un intento de arañar el funcionamiento del conocimiento
humano, de cuestionar su condición, de terminar con la religión del significado
único y sumirnos en la maravillosa quimera del cuestionamiento eterno.
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