jueves, 15 de mayo de 2014

Confuso cripticismo, curiosa observación

Por Carlota Ayala Berlínchez

La exposición de Txomin Badiola empieza en la propia fachada de la galería Ponce y Robles, plagada de llamativos carteles con el nombre de la muestra, a diferencia de la mayoría de exposiciones de las galerías de la zona. Dichos carteles no sólo abrirán la exposición, sino que también la cerrarán; pero no adelantemos acontecimientos. Una vez dentro, Capitalismo anal se divide en dos partes: la primera, que da nombre a la exposición, formada por varias obras que se disponen principalmente en la primera sala; la segunda, cruzando el pasillo, en otra sala dominada por la que seguramente es la obra estrella de la exposición, Entelequia, cuyo origen lo hallamos en el Primer Proforma 2010.

Las obras, principalmente placas de metal cromado, a menudo superpuestas y taladradas, evocan lo mecánico, lo industrial; la mayoría se caracterizan por poseer extrañas frases perforadas, de distintos tamaños, dispuestas de singular manera sobre fondos neutros con lo que parecen manchas de imprenta. Una de ellas difiere especialmente del resto por ser más pictórica y tener escrita una frase parcialmente tachada, “les limites” permitiendo al espectador ver, sin mucho esfuerzo, el suprimido “de l´art”. Así, el artista alude, de manera más directa, a la cuestión del arte, tal vez queriendo transmitir la idea de que cuando el arte se encorseta, mengua o se ensombrece. En cualquier caso, lo cierto y fijo, es que el desconcertado espectador no podrá entender apenas nada sin acompañar la visita con algo de documentación.

De la manera más críptica posible, Badiola realiza, en Capitalismo anal, un análisis del sistema capitalista, planteando una perspectiva escatológica intrínsicamente ligada a la religión, tal como manifiesta la compilación de textos expuesta en el reverso del cartel promocional, con el que obsequian al público al final de la visita. El artista señala la íntima relación existente entre el protestantismo y nuestro sistema económico, centrándose especialmente en la cuestión del consumismo frenético por parte de nuestra sociedad que, junto a la obsolescencia programada, da lugar a una producción masiva e incesante de basura, es decir, de mierda. Con el arte ocurre exactamente lo mismo, tal y como apuntó Adorno, al ser tomado como producto de ocio rentable. Claro que la relación que Badiola establece entre nuestro sistema económico y lo excremental, va aún más allá, remontándose a las cloaca donde, bajo su visión, todo comienza. Así, el artista vasco aporta un toque de ácido humor (intencionado o no) que culmina, como de otro modo no podía ser, con el psicoanálisis freudiano. Sin duda, la muestra de ingenio que hace Badiola en la selección de los textos que conforman su discurso merece el desconcierto inicial, claro que, todo hay que decirlo, sería de agradecer una explicación más detallada y personal.

En la misma línea de sus bastardos, como si de su evolución o de sus “hermanas” se trataran, las obras del artista vasco se caracterizan por ser predominantemente híbridas. Capitalismo anal es, sin duda, una exposición profundamente hermética, difícil (si no imposible) de digerir sin el apoyo textual e, incluso, con él. En la sincrética muestra las referencias culturales son constantes. Vemos, así, como el artista se apropia de todo cuanto se halla a su alcance, generando un discurso tan extravagante como acertado, no apto para simplistas. Cabe a este respecto, una pregunta: ¿tiene la exposición verdadero valor de denuncia? Imagino que, en este caso, ocurre como en tantos otros: sus “hijas díscolas”, quizá, no los son tanto; de nuevo, la “institucionalización de la subversión”, de la que Castro habla en Mierda y Catástrofe,  la hace perder fuerza y gracia, si bien, no toda. El poso queda, y será difícil de olvidar, y quién sabe si no es precisamente ésa su única intención.


Lo oculto en lo hondo

Por Carlota Ayala Berlínchez

A la Lara Almarcegui le obsesionan los espacios, concretamente los urbanos. Le interesa la acción llevada a cabo sobre el terreno pero, según sus propias declaraciones, lo que más le interesa es el terreno en sí, si bien, asegura que entiende que a menudo se la incluyan en los estudios de Land Art. Así se explica el sentido de Rocas de la Isla de Spitsbergen, el panel que conforma la primera obra de su última exposición, Por debajo. Se trata, tal y como sucede en las exposiciones de otros artistas contemporáneos, como Teresa Margolles o Cristina Lucas, de la materialización de una investigación, en este caso, acerca de la riqueza geológica de un determinado lugar. Destaca, como en los otros casos nombrados, el empeño en aunar arte y documento (tal y como, por otro lado, se ha hecho en el cine, multitud de veces) a fin, creo, de potenciar su capacidad comunicativa. Este interés por lo documental no es, en absoluto, nuevo el Almarcegui; ya lo vimos, anteriormente, entre otras cosas, en sus guías de descampados, en los que el proceso de catalogación jugaba un papel fundamental, del mismo modo que ahora lo hace con respecto a los componentes de la tierra. El interés por los lugares abandonados o a punto de sufrir “transformaciones fulgurantes” no se basa únicamente en su gusto estético, sino que conlleva una incitación a la reflexión concienciada, denotando en la obra de la  artista su carácter más comprometido con el entorno.

Al sobrio listado de minerales le sucede la segunda y última obra, expuesta en otra sala: Casa enterrada. Dallas 2013, una acción llevada a cabo por la artista, y de la cual podemos ser testigos gracias al vídeo que la documenta. Dicha obra consiste en la total destrucción de una casa y posterior enterramiento de sus restos; algo similar veíamos también en El testigo, de Margolles, aunque lo cierto es que no es ni de lejos la primera vez que aparecen los escombros en la carrera de Almarcegui: sonada fue su intervención en la pasada Bienal de Venecia, en la que dicho elemento se alzaba como absoluto protagonista. De nuevo, nos encontramos con espacios olvidados o en plena metamorfosis pero, en este caso, parece alejarse de aquella “poesía” monumental para centrarse más en los datos, sin dejar de lado, lógicamente, el concepto. Así, la artista zaragozana plasma, de algún modo, el paso del tiempo, invitando al espectador a ser consciente del modo en que éste incide en nuestro entorno, muy especialmente, debido a la mano del hombre. Parece denunciar, de ese modo, la necesidad de hacerlo con responsabilidad, ya que los últimos responsables del paisaje urbanístico son (o deberían ser) sus habitantes.

Por debajo continúa en la línea minimalista y conceptual de Almarcegui. Las obras aparecen expuestas, en sendas salas de la galería Parra y Romero, de una manera tan aséptica que impresiona. El nombre alude a una idea constante en el trabajo de la artista: la importancia de aquello que se esconde bajo la superficie y es, por regla general, obviado. Lo subyacente es una cuestión que la apasiona también desde antaño, tal y como pudimos ver en sus paisajes subterráneos o en esa curiosa obsesión por cavar un inmenso agujero. Ya sean denominadas “deconstrucciones urbanas” o “contraurbanismo”, lo cierto y fijo es que la artista apuesta por un replanteamiento social acerca de lo que es o no útil, tomando como principal protagonista a la ciudad.